Estamos a un paso de la Semana Santa y este quinto domingo de cuaresma, que es conocido popularmente como Domingo de Lázaro, nos presenta la figura de un Jesús que no acusa, que perdona y brinda una segunda oportunidad a pesar de los errores.
El relato de la resurrección de Lázaro ocupa en el evangelio de Juan un lugar análogo al relato de la Trasfiguración en los evangelios sinópticos: antes de afrontar la Pasión, Jesús ofrece a sus desorientados discípulos un adelanto de la resurrección, para mostrarles el significado profundo e inesperado de la cruz, que no es camino de muerte sino de vida, no derrota sino victoria.
En el centro de todo el relato se encuentra la afirmación de Jesús que se identifica como: Yo soy la resurrección y la vida. La Gloria de Dios se revela en Jesús. Se vuelve ahora decisivo creer en Él como Hijo de Dios. Es en Jesús y no en nadie más, que se manifiesta el amor de Dios por nosotros; es solamente en Él que nosotros podemos buscar el cumplimiento de nuestro anhelo de vida. La Gloria de Dios está, por tanto, unida tanto a la cruz como a la resurrección, y los dos momentos son inseparables: para ver la Gloria de Dios se debe, por lo tanto, creer en el Crucificado.
“Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres…” Esta profesión de fe es hecha por Marta al Señor. Ella aparece como el modelo del cristiano que, en una situación de extrema dificultad y sufrimiento, provocada por la muerte de su hermano, mantiene sólida su fe en Jesús. No obstante, la fe de Marta, como la de Pedro y los discípulos, no está exenta de dudas: no siempre logra mantener la convicción de creer firmemente que si Él está en medio de los hombres, ya no es necesario esperar el “último día”.
María se levantó en el acto y salió a donde estaba Jesús. La costumbre de visitas de condolencia es antiquísima (2Sam 10,2). En la época de Jesús se practicaba con mucha diligencia y era recomendada por los maestros de la Ley. El ceremonial para consolar a los dolientes era bastante complicado: iniciaba después de la sepultura, incluso ya desde el mismo camino de regreso a la casa del difunto, y continuaba durante siete días. Marta, sabiendo que Jesús llegaba, se apresuró a ir a su encuentro, mientras que María permanece en casa sentada (estar sentado era expresión de dolor) para recibir las condolencias de los huéspedes. Por eso en el párrafo se menciona: María se levantó. Ella dice las mismas palabras que Marta. Pero, en tanto que al reclamo de Marta sigue un diálogo, con María no hay ningún diálogo: ella solamente llora. Jesús no le ofrece palabras de consuelo, su reacción fue tan sólo la de “conmoverse profundamente” y llorar: también él comparte el peso del dolor y de la muerte, la angustia que se prueba frente al misterio del mal en la existencia humana. Jesús es también un hombre como nosotros: ¿cuántas veces no se sintió conmovido del mal que afligía a los hombres? Su dolor es signo de su amor inmenso por Lázaro: “De veras ¡cuánto lo amaba!”.
Las motivaciones del evangelista Juan al narrar este milagro, no sólo son para demostrar que Jesús es la resurrección y la vida, sino para manifestar a un Jesús que comparte las angustias y los sufrimientos de los hombres. También quiere presentar dos dimensiones de la experiencia del creyente, que a veces nos parecen antitéticas, pero en realidad son inseparables entre ellas: la certeza de la fe no elimina el peso del dolor y de la angustia frente a la muerte; y por otra, la angustia contiene en sí una invocación, un deseo de confiarse al Padre que dona la vida.
Pueblo mío, yo mismo abriré sus sepulcros. Las palabras del profeta Ezequiel en la primera lectura van dirigidas a un pueblo que ha perdido la esperanza de regresar a la propia tierra y a sus propias casas: su fe parece desvanecerse, pero Dios responde a su grito de angustia y de dolor realizando aquello que ellos consideraban imposible.
Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. El apóstol Pablo nos recuerda que, como cristianos, nuestra vida está bajo el dominio del Espíritu –segunda lectura–. De esta seguridad, no obstante las dificultades de la vida, está indeleblemente marcada nuestra existencia.
Monición de entrada
La resurrección de Jesús nos recuerda su absoluta soberanía sobre la vida y la muerte. Pero más allá de ser una manifestación del poder de Dios, la resurrección nos conforta y nos da la seguridad de que la tumba no podrá retenernos. Por Jesús viviremos en el mundo que Dios nos tiene prometido. Bienvenidos a la celebración eucarística.
Monición de la primera lectura
El profeta Ezequiel nos narra cómo Dios hace surgir la vida allí donde parece que ya no hay esperanza. Escuchemos.
Monición de la segunda lectura
San Pablo, en la segunda lectura, señala que la resurrección de Cristo garantiza la resurrección de todos aquellos que cumplan la voluntad de Dios. Escuchemos.
Monición del evangelio
El evangelio nos presenta la resurrección de Lázaro, que es un signo de la resurrección futura y del poder que Jesús tiene sobre la muerte. Escuchemos.
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