1. La memoria del corazón
La vida consagrada es un aprendizaje de la mirada: aprender a considerar la realidad desde su interior, aprender a mirar y a mirarnos con la misma mirada de Dios. Mirada de simpatía, que nos rescata del olvido del pecado y nos devuelve a la memoria de la vida, a lo positivo de sabernos constantemente recreados desde la mirada acogedora de Dios, desde el foco de la predilección de Dios. Es esa mirada acogedora de Dios la que nos devuelve la dignidad, y nos lleva a descubrir el sentido profundo de la historia: de la propia historia y de la historia de la Orden, en este caso de la Inmaculada Concepción. Y a la vez es una mirada crítica, que sabe discernir lo que viene del Señor y lo que le es contrario. Una mirada crítica que lleva a pedir perdón, cuando hay que pedirlo, y a "nacer de nuevo" (Jn 3, 3) en todo momento, como pedía san Francisco (cf. 1Cel 103). Desde esa doble mirada es desde donde estamos llamados a recuperar la memoria del pasado y reforzar nuestra identidad como personas, cristianos y consagrados, y en vuestro caso concreto como concepcionistas franciscanas.
La Orden de la Inmaculada Concepción fundada por Santa Beatriz de Silva celebra los quinientos años del acontecimiento en que el Papa Julio II, bajo petición de Fernando II, Rey de Aragón, con la Bula “Ad statum prosperum” concedió a las Monjas Concepcionistas una Regla propia que señalaba el comienzo de una nueva forma de vida dentro de la familia franciscana. ¡Quinientos años! ¡Cinco siglos…! Las cosas cambian, el amor permanece. La historia de nuestra salvación no se cuenta ni por días, ni por años, ni por siglos, se cuenta por amores, y ese amor encendido de santa Beatriz de Silva a Dios, que se manifestaba de manera tan admirable en el misterio de la Inmaculada Concepción, hizo que naciera una Orden especialmente dedicada a ser un libro permanente en el que se pudiera leer, comprender y vivir el misterio de la Inmaculada Concepción.
La nueva familia religiosa alternaba la oración con el trabajo. Sin embargo, era necesario tener un carácter peculiar, que será el que dé sentido a su vocación y el que Roma aceptará como carisma de la orden: la pasión de Cristo, el culto a la Eucaristía y, sobre todo, la devoción a la Inmaculada Concepción de María. No fue difícil con el respaldo de la reina Isabel que Inocencio VII aprobara la Orden, pero Beatriz de Silva muy pronto cae enferma con una enfermedad que se agrava. Como cristiana, Beatriz se prepara para el encuentro con Dios; como religiosa quiere recibir el hábito y profesar en la Orden recién aprobada. Delante de su hijas y de seis religiosos franciscanos cumple su sueño de consagración a Cristo Esposo y muere el 17 de agosto de 1491.
Cuando hablamos de la necesidad de que la vida consagrada recupere su memoria no nos referimos al recuerdo patológico que cierra las posibilidades de futuro, porque encierra en un pasado siempre revivido e incapaz de reconstruirlo positivamente. Cuando hablamos de recuperar la memoria en nuestra mente está la exhortación profética a la necesidad de volver sobre los propios pasos, de acordarse, de hacer memoria. El Deuteronomio pone constantemente en boca de Moisés esta exhortación: "¡Acuérdate, Israel!". Igualmente los profetas son conscientes de lo fácil que es olvidarse de las experiencias vividas, conocen bien lo débil y tornadiza que es la fidelidad del corazón, por eso una y otra vez repiten: "¡Acuérdate!". Para los profetas, el gran pecado de Israel es el olvido de su historia de salvación. Por ello, cuando el pueblo se aleja de Dios para ir detrás de los ídolos, se levanta la voz del profeta que grita: volved al amor primero (cf. Os 2, 15), recordad las maravillas que el Señor hizo con vosotros (cf. Sal 9, 1; Nm 23, 23), volved al Señor con todo el corazón (Dt. 30, 10).
En un tiempo histórico como el nuestro en que la fidelidad no es una virtud que esté de moda, y en el que la Iglesia nos invita a la "fidelidad creativa" (VC 37), creo que ese grito de los profetas es una buena advertencia para reavivar constantemente nuestra identidad. El V Centenario de la aprobación de la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción os pone, queridas Hermanas, ante esta gran responsabilidad: hacer memoria de lo que sois por vocación y de lo que estáis llamadas a testimoniar como misión, conscientes de que la memoria del corazón os vinculará a una historia que empezó a escribirse hacia ahora 500 años, pero a su vez os vinculará a una serie de personas que forman parte de ella: Jesús, Beatriz, Francisco, las hermanas.
La nueva familia religiosa alternaba la oración con el trabajo. Sin embargo, era necesario tener un carácter peculiar, que será el que dé sentido a su vocación y el que Roma aceptará como carisma de la orden: la pasión de Cristo, el culto a la Eucaristía y, sobre todo, la devoción a la Inmaculada Concepción de María. No fue difícil con el respaldo de la reina Isabel que Inocencio VII aprobara la Orden, pero Beatriz de Silva muy pronto cae enferma con una enfermedad que se agrava. Como cristiana, Beatriz se prepara para el encuentro con Dios; como religiosa quiere recibir el hábito y profesar en la Orden recién aprobada. Delante de su hijas y de seis religiosos franciscanos cumple su sueño de consagración a Cristo Esposo y muere el 17 de agosto de 1491.
Cuando hablamos de la necesidad de que la vida consagrada recupere su memoria no nos referimos al recuerdo patológico que cierra las posibilidades de futuro, porque encierra en un pasado siempre revivido e incapaz de reconstruirlo positivamente. Cuando hablamos de recuperar la memoria en nuestra mente está la exhortación profética a la necesidad de volver sobre los propios pasos, de acordarse, de hacer memoria. El Deuteronomio pone constantemente en boca de Moisés esta exhortación: "¡Acuérdate, Israel!". Igualmente los profetas son conscientes de lo fácil que es olvidarse de las experiencias vividas, conocen bien lo débil y tornadiza que es la fidelidad del corazón, por eso una y otra vez repiten: "¡Acuérdate!". Para los profetas, el gran pecado de Israel es el olvido de su historia de salvación. Por ello, cuando el pueblo se aleja de Dios para ir detrás de los ídolos, se levanta la voz del profeta que grita: volved al amor primero (cf. Os 2, 15), recordad las maravillas que el Señor hizo con vosotros (cf. Sal 9, 1; Nm 23, 23), volved al Señor con todo el corazón (Dt. 30, 10).
En un tiempo histórico como el nuestro en que la fidelidad no es una virtud que esté de moda, y en el que la Iglesia nos invita a la "fidelidad creativa" (VC 37), creo que ese grito de los profetas es una buena advertencia para reavivar constantemente nuestra identidad. El V Centenario de la aprobación de la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción os pone, queridas Hermanas, ante esta gran responsabilidad: hacer memoria de lo que sois por vocación y de lo que estáis llamadas a testimoniar como misión, conscientes de que la memoria del corazón os vinculará a una historia que empezó a escribirse hacia ahora 500 años, pero a su vez os vinculará a una serie de personas que forman parte de ella: Jesús, Beatriz, Francisco, las hermanas.
2. Una nueva forma de vida
Seducidas como habéis sido por el amor eterno de Dios, sois llamadas, en palabras de vuestras Constituciones, a vivir "el misterio de Cristo desde la fe, la oración constante, la disponibilidad y el ocultamiento silencioso". Fe, oración, silencio, y podemos añadir aquí también la clausura, son todos ellos elementos que han de ayudaros en el camino de la contemplación, cuya meta es la disponibilidad total al proyecto de Dios sobre vuestras vidas y a llevaros a decir, a ejemplo de María: "Aquí estoy, Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
En sentido más particular la contemplación es un encuentro fuerte y apasionado con el Dios que busca al hombre y se encuentra con él en la persona del Hijo. La contemplación es sumergirse en Dios, es verlo y creer (Adm 1, cf. 2CtaF 68). Verlo, no con los ojos de la carne, sino con los ojos del corazón. Los contemplativos son creyentes conscientes de que Dios los crea, los sostiene y los cuestiona, y, como consecuencia, todos los demás valores se desvanecen. Contemplar es sencillamente, como afirmaba san Francisco, "tener el corazón vuelto hacia el Señor”. La contemplación no es sin más una serie de prácticas piadosas, sino una profunda experiencia de Dios. Por tanto, cuanto más profunda sea dicha experiencia, más auténtica y alta será la contemplación. La auténtica contemplación es la vida iluminada, vivida en plenitud. Ello exige no tanto que busquemos técnicas espirituales y fórmulas psicológicas para dar contenido a nuestras vidas, antes bien que penetremos en nosotros mismos para limpiar el corazón de escombros, en vez de centrarnos en tratar de controlar el entorno y las situaciones que nos rodean. La vida contemplativa no es un ir en búsqueda de novedades, sino un caminar en profundidad, descender al corazón.
Nuestras Hermanas llevan una vida en silencio. El silencio es un arte que se ha perdido en nuestra ruidosa sociedad. Para muchos el silencio, no tiene sentido. Pues bien, como sabe muy bien el contemplativo, el silencio es lo que precede a la voz de Dios, es el vacío en el que Dios y la persona se encuentran en el centro mismo de mi alma. Un día sin silencio es un día sin la presencia de Dios. La presión y el esfuerzo de un día ruidoso nos niegan el consuelo de Dios. Para ser contemplativos es necesario sofocar la cacofonía del mundo que nos rodea y entrar en nosotros mismos a esperar al Dios que se muestra como un susurro, y no en la tormenta. Para un alma contemplativa el silencio es el humus necesario de la experiencia de Dios. Vuestras Constituciones afirman: "A fin de alcanzar la unión con Dios y permanecer en diálogo constante con Él, las hermanas concepcionistas procuran vacar sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia".
Hablamos de un silencio hecho de meditación de la Palabra de Dios que nada tiene que ver con el mutismo, que es la carencia, muchas veces voluntaria, de la palabra. El silencio contemplativo es el silencio habitado que posibilita el encuentro con uno mismo, con el misterio de Dios y con el misterio de los otros. Es en el silencio donde se revela el Señor. Es un silencio que resulta tantas veces una forma de amar. Puede ocurrir que estés completamente destrozado por un dolor inmenso, y en silencio tragas las lágrimas para que no sufran los que te están viendo, porque esa es una formar de amar. Este es el silencio que en no pocas ocasiones practican nuestras Hermanas.
Una vida en soledad y en clausura. La clausura no limita, no separa, acerca; esta es la comunión precisamente, la unidad, en aquellos que siguen a Jesucristo. Vuestras Constituciones, conscientes de la importancia de la Sagrada Escritura en la vida de una contemplativa os piden: "Como la Madre de Jesús, que guardaba fielmente en su corazón el misterio de su Hijo, la concepcionista se dedique todos los días a la lectura y meditación del Santo Evangelio y de las Sagradas Escrituras" .
La contemplación, "respuesta de amor que sirve, ama, honra y adora con limpio corazón y mente pura", os conducirá "a los pies del Señor para escuchar su Palabra en silencio y soledad". Es por ello que una comunidad concepcionista debe caracterizarse por la escucha cotidiana de la Palabra de Dios en la liturgia, y por la escucha y el compartir el pan de la Palabra a través de la lectura orante de la Palabra de Dios. La escucha de la Palabra, sobre todo en fraternidad, además de ser un factor determinante en la construcción de comunidad, poco a poco va plasmando en el corazón de quien la escucha la imagen misma de la Palabra, lo que en realidad constituye la finalidad de toda vida contemplativa. Llamadas también vosotras a ser portadoras del don del Evangelio desde una opción de vida contemplativa, no podréis restituir ese don a los demás si antes no os dejáis habitar por la Palabra. Pero para ello, "es necesario que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital que permita encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia". Sólo así es posible madurar "la visión de fe, aprendiendo a ver la realidad y los acontecimientos con la mirada misma de Dios, hasta tener el pensamiento de Cristo". Nuestras Hermanas viven con la humanidad entera una comunión íntima y profunda más allá de los espacios. Nuestras Hermanas, llevando una vida escondida, esconden su cara para que se vea la cara de Dios, esconden su rostro para que se vea resplandeciente el amor de Dios.
Seducidas como habéis sido por el amor eterno de Dios, sois llamadas, en palabras de vuestras Constituciones, a vivir "el misterio de Cristo desde la fe, la oración constante, la disponibilidad y el ocultamiento silencioso". Fe, oración, silencio, y podemos añadir aquí también la clausura, son todos ellos elementos que han de ayudaros en el camino de la contemplación, cuya meta es la disponibilidad total al proyecto de Dios sobre vuestras vidas y a llevaros a decir, a ejemplo de María: "Aquí estoy, Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
En sentido más particular la contemplación es un encuentro fuerte y apasionado con el Dios que busca al hombre y se encuentra con él en la persona del Hijo. La contemplación es sumergirse en Dios, es verlo y creer (Adm 1, cf. 2CtaF 68). Verlo, no con los ojos de la carne, sino con los ojos del corazón. Los contemplativos son creyentes conscientes de que Dios los crea, los sostiene y los cuestiona, y, como consecuencia, todos los demás valores se desvanecen. Contemplar es sencillamente, como afirmaba san Francisco, "tener el corazón vuelto hacia el Señor”. La contemplación no es sin más una serie de prácticas piadosas, sino una profunda experiencia de Dios. Por tanto, cuanto más profunda sea dicha experiencia, más auténtica y alta será la contemplación. La auténtica contemplación es la vida iluminada, vivida en plenitud. Ello exige no tanto que busquemos técnicas espirituales y fórmulas psicológicas para dar contenido a nuestras vidas, antes bien que penetremos en nosotros mismos para limpiar el corazón de escombros, en vez de centrarnos en tratar de controlar el entorno y las situaciones que nos rodean. La vida contemplativa no es un ir en búsqueda de novedades, sino un caminar en profundidad, descender al corazón.
Nuestras Hermanas llevan una vida en silencio. El silencio es un arte que se ha perdido en nuestra ruidosa sociedad. Para muchos el silencio, no tiene sentido. Pues bien, como sabe muy bien el contemplativo, el silencio es lo que precede a la voz de Dios, es el vacío en el que Dios y la persona se encuentran en el centro mismo de mi alma. Un día sin silencio es un día sin la presencia de Dios. La presión y el esfuerzo de un día ruidoso nos niegan el consuelo de Dios. Para ser contemplativos es necesario sofocar la cacofonía del mundo que nos rodea y entrar en nosotros mismos a esperar al Dios que se muestra como un susurro, y no en la tormenta. Para un alma contemplativa el silencio es el humus necesario de la experiencia de Dios. Vuestras Constituciones afirman: "A fin de alcanzar la unión con Dios y permanecer en diálogo constante con Él, las hermanas concepcionistas procuran vacar sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia".
Hablamos de un silencio hecho de meditación de la Palabra de Dios que nada tiene que ver con el mutismo, que es la carencia, muchas veces voluntaria, de la palabra. El silencio contemplativo es el silencio habitado que posibilita el encuentro con uno mismo, con el misterio de Dios y con el misterio de los otros. Es en el silencio donde se revela el Señor. Es un silencio que resulta tantas veces una forma de amar. Puede ocurrir que estés completamente destrozado por un dolor inmenso, y en silencio tragas las lágrimas para que no sufran los que te están viendo, porque esa es una formar de amar. Este es el silencio que en no pocas ocasiones practican nuestras Hermanas.
Una vida en soledad y en clausura. La clausura no limita, no separa, acerca; esta es la comunión precisamente, la unidad, en aquellos que siguen a Jesucristo. Vuestras Constituciones, conscientes de la importancia de la Sagrada Escritura en la vida de una contemplativa os piden: "Como la Madre de Jesús, que guardaba fielmente en su corazón el misterio de su Hijo, la concepcionista se dedique todos los días a la lectura y meditación del Santo Evangelio y de las Sagradas Escrituras" .
La contemplación, "respuesta de amor que sirve, ama, honra y adora con limpio corazón y mente pura", os conducirá "a los pies del Señor para escuchar su Palabra en silencio y soledad". Es por ello que una comunidad concepcionista debe caracterizarse por la escucha cotidiana de la Palabra de Dios en la liturgia, y por la escucha y el compartir el pan de la Palabra a través de la lectura orante de la Palabra de Dios. La escucha de la Palabra, sobre todo en fraternidad, además de ser un factor determinante en la construcción de comunidad, poco a poco va plasmando en el corazón de quien la escucha la imagen misma de la Palabra, lo que en realidad constituye la finalidad de toda vida contemplativa. Llamadas también vosotras a ser portadoras del don del Evangelio desde una opción de vida contemplativa, no podréis restituir ese don a los demás si antes no os dejáis habitar por la Palabra. Pero para ello, "es necesario que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital que permita encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia". Sólo así es posible madurar "la visión de fe, aprendiendo a ver la realidad y los acontecimientos con la mirada misma de Dios, hasta tener el pensamiento de Cristo". Nuestras Hermanas viven con la humanidad entera una comunión íntima y profunda más allá de los espacios. Nuestras Hermanas, llevando una vida escondida, esconden su cara para que se vea la cara de Dios, esconden su rostro para que se vea resplandeciente el amor de Dios.
3. Un recuerdo sin nostalgia
Hoy nosotros, en este día de una forma especial, recordamos estos quinientos años, pero los recordamos sin nostalgia; no es un tiempo que ha pasado, son unos valores y unas virtudes que permanecen y sin nostalgia. “Y, ¿qué será de nosotros mañana?” “Pues que Dios nos querrá con toda el alma”.
Así es cómo vivir, pero nos hace falta, ciertamente, esa fuerza para fiarse de Dios. Llega el ángel que dice que va a ser la Madre de Dios… Pero esto ¿cómo puede ser? No, la santísima Virgen dice: “Yo quiero lo que quiera Dios…”
La santísima Virgen, rindiéndose, se pone en las manos de Dios. Y ¡Lo que es capaz de hacer Dios cuando uno se pone en sus manos! Por obra y gracia del Espíritu Santo el Verbo se hizo hombre y la mujer se hizo Madre de Dios. Nosotros ponemos un poco de pan en las manos de Dios y, por obra y gracia del Espíritu Santo, el pan se convierte en Eucaristía. ¡Lo que es capaz de hacer Dios cuando alguien se pone en sus manos!
Pues que todo sea para alabanza de Dios y de Jesucristo, el Señor, y de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María y también de la Orden de nuestras hermanas Concepcionistas. Amén.
Hoy nosotros, en este día de una forma especial, recordamos estos quinientos años, pero los recordamos sin nostalgia; no es un tiempo que ha pasado, son unos valores y unas virtudes que permanecen y sin nostalgia. “Y, ¿qué será de nosotros mañana?” “Pues que Dios nos querrá con toda el alma”.
Así es cómo vivir, pero nos hace falta, ciertamente, esa fuerza para fiarse de Dios. Llega el ángel que dice que va a ser la Madre de Dios… Pero esto ¿cómo puede ser? No, la santísima Virgen dice: “Yo quiero lo que quiera Dios…”
La santísima Virgen, rindiéndose, se pone en las manos de Dios. Y ¡Lo que es capaz de hacer Dios cuando uno se pone en sus manos! Por obra y gracia del Espíritu Santo el Verbo se hizo hombre y la mujer se hizo Madre de Dios. Nosotros ponemos un poco de pan en las manos de Dios y, por obra y gracia del Espíritu Santo, el pan se convierte en Eucaristía. ¡Lo que es capaz de hacer Dios cuando alguien se pone en sus manos!
Pues que todo sea para alabanza de Dios y de Jesucristo, el Señor, y de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María y también de la Orden de nuestras hermanas Concepcionistas. Amén.
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