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jueves, 17 de abril de 2014

In Memoriam de Don Antonio Lorenzo Vilar ...

In Memoriam de Don Antonio Lorenzo Vilar
por Eduardo A. Domínguez Vilar


Presidente Honorífico de la Junta de Cofradías de Vivero
& Hermano Mayor de la Hermandad de las Siete Palabras.


LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ

Como es de bien nacidos el ser agradecidos, y todos y cada uno de los cristianos lo somos, es por lo que hoy, en estas fechas tan señalas y especiales de la Semana Santa vivariense, escribimos el presente artículo, comentando cada una de las conocidas como, las siete palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret, cuando estaba clavado en la cruz antes de morir, y lo hacemos in memoriam, así como pública demostración de nuestro humilde tributo de reconocimiento y sincero agradecimiento, a quien a no dudarlo, fue un
insigne vivariense de pro, y quien en vida fuera gran impulsor de la Semana Santa de Viveiro; el Hermano Mayor de la Hermandad de las Siete Palabras y Presidente de la Junta de Cofradías de Vivero, Don Antonio Lorenzo Vilar, quien está ya en la presencia del Señor, disfrutando del eterno descanso y gozo de su gloria. Amén.


Puede afirmarse de una forma categórica, de que en toda la historia de la humanidad, no ha habido unas frases o palabras tan comentadas, como las pronunciadas por Jesús de Nazaret desde la cruz antes de su muerte.

Llevamos veintiún siglos repitiendo y comentando aquellas palabras de Jesús año tras año; pero a decir verdad, pese a ello, el mensaje de esas palabras no ha envejecido y llegan hoy hasta nosotros, con toda su frescura primitiva y con una vigencia actual.

Clavado en un madero, tras haber sido humillado y torturado, tras pasar por un juicio injusto; suspendido entre el cielo y la tierra, rodeado por una multitud que daba gritos exclamaba: “¡Crucifícale, crucifícale!”; Jesús habló. Y lo que dijo entonces, es sumamente importante, hoy, aquí y ahora, para nosotros, mujeres y hombres de esta sociedad moderna, democrática, pero inmersa no solamente en una profunda crisis económica, sino igualmente sumida en una crisis angustiosa de valores vitales y trascendentes; una sociedad de consumo, hedonista, preñada de contradicciones, para la cual aquellas siete palabras pronunciadas por Jesús en la cruz antes de morir, aun tienen renovada vigencia.

Aquellas siete palabras o frases de Jesús de Nazaret, son como siete ventanales por donde podemos hoy penetrar hasta los más recónditos sentimientos que albergaron el corazón de aquel hombre judío que se autoproclamó Hijo de Dios.

Las tres primeras palabras, las pronunció Jesús, durante las tres primeras horas que, fueron aproximadamente desde las nueve de la mañana, hasta el medido día. Y en esas primeras tres primeras palabras, él puso por base las necesidades de otros y no las suyas propias de aquellos momentos. La primera palabra o mejor dicho frase, dice así: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Evangelio de Lucas, 23:34).

Esa primera frase, fue toda una oración a favor de sus mortales enemigos del pueblo judío y de los romanos que estaban cometiendo el magnicidio.
Entre el cielo y la tierra, clavado a una cruz, como si el cielo y la tierra le vomitaran aun mismo tiempo; Jesús de Nazaret, perdonó y reclamó el perdón de su Padre celestial para sus verdugos. Ciertamente, solamente un pleno y total salvador consciente de su, misión redentora, puede perdonar de esa manera.

La segunda palabra o frase, Jesús la dirigió a un malhechor que estaba crucificado muy cerca de él; tan cerca que Jesús pudo oír las suplicas del delincuente y en respuesta a las mismas, le dijo:”De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Evangelio de Lucas 23:43).

En aquella frase dirigida al delincuente ajusticiado, está latente todo el gran misterio de la inmortalidad de cada ser humano. En ese “hoy” pronunciado por Jesús, vemos como existe la certeza de un presente real en otra dimensión; la realidad de un más allá consciente tras la muerte, el comienzo de la eternidad en esa dimensión desconocida, pero que hoy en día, tal dimensión está siendo intuida por la propia ciencia. Esa nueva
vida y existencia tras la muerte, fue el comienzo de una realidad venturosa para aquel malhechor arrepentido, sin la menor sombra de duda.

La tercera palabra, la dirigió Jesús de Nazaret a su madre y a un discípulo que amaba. El evangelista nos lo relata así: “…estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, le dijo a su madre: ‘Mujer, he ahí tú hijo’. Después dijo al discípulo: ‘He ahí tú madre’. Y desde aquella
hora el discípulo la recibió en su casa.” (Evangelio de Juan 19:25 a 27).

María la madre de Jesús, transcurridos los cuarenta días fijados por la Ley de Moisés concerniente a la purificación, acompañada de su esposo José, presentó en el Templo de Jerusalén a su primogénito Jesús, un profeta llamado Simeón que se encontraba en el Templo, le dijo a María, entre otras, las siguientes palabras: “…y una espada traspasará
tú misma alma,…”.¡Allí, en el Monte de la Calavera, conocido también por el Monte Calvario, estaba la fatídica espada que traspasó todo el ser de María! Todo lo soportó la bienaventurada María, en aquellas horas de terrible dolor y martirio, al pié de la cruz, a la que su hijo estaba clavado. ¿No habría pues una palabra para ella? Su corazón de madre
la esperaba. Jesús viendo la futura soledad y desamparo de su madre María, la encomienda a su más caro discípulo, y éste a ella, con aquella hermosa frase de: “Mujer, he ahí tú hijo; hijo, he ahí tú madre.”

Jesús de Nazaret, había venido para unir a los hombres y mujeres de todos los tiempos con su Dios creador. Y esta obra la llevó a cabo hasta en los instantes finales de su vida terrena. Al delincuente arrepentido lo puso en contacto espiritual con el Padre de los cielos y Creador del Universo, informándole de la certeza de una nueva existencia para él, en esa dimensión llamada eternidad; una existencia plena y venturosa junto a su
Padre Eterno y Creador. A la madre de su cuerpo y al discípulo que amaba, sabiendo que en el futuro les faltaría su compañía, les dejó unidos con su hermosa palabra, desde la cruz en la que estaba agonizando. Así fue. Allí en el Gólgota o Monte de la Calavera, conocido por Monte Calvario,
desnudo del todo, sin el paño con que pudorosas manos de artistas lo han cubierto en imágenes y estampas costumbristas tradicionales, que no reflejan la realidad de aquella total desnudez tan significativa, clavado en el madero vil, durante aquellas tres primeras horas de sufrimientos y agonía, Jesús regaló las tres grandes cosas que aun le quedaban: Su gran perdón a sus verdugos y enemigos; su reino a un malhechor arrepentido, y su muy querida madre, al discípulo que amaba y que con fraternal amor podría hacerse cargo de ella.

Hoy nosotros, aquí y ahora, debemos de saber que, precisamente por aquella terrible soledad de Jesús en la cruz, por su desamparo y por su ignominiosa desnudez; todo hombre o mujer que se acerque a él con fe y sinceridad, ya no volverá jamás a sentirse sólo, ni desamparado, ni desnudo, pese a los avatares de la vida.

La cuarta palabra o frase de Jesús, el evangelista Mateo la cita así: “Desde la hora sexta hubo tinieblas sobre la tierra hasta la hora novena. Cercana de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: ‘Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Evangelio de Mateo, 27:45 a 46).

Esta cuarta frase de Jesús, nos pone ante uno de los mayores misterios por su profundidad: el abandono del “Hijo muy amado” por parte de su Padre celestial. ¿Cómo es posible tal suceso? El profeta Amós ya siglos atrás del evento había predicho: “Y sucederá en aquel día, dice el Señor, Yahvé, que hará se ponga el sol al medio día, en el claro día entenebreceré la tierra” (Amós, 8:9).

El hecho fue profetizado, para que no quedara ningún tipo de duda. El grito y la interrogación expresada por esa cuarta frase de Jesús al abatirse sobre la tierra las tinieblas, fue la expresión del desamparo que él sintió en todo su ser, al haberse puesto libre y voluntariamente en el lugar de los hombres y mujeres de todas las épocas en la tierra; pero no fue un grito de desesperación, sino el grito de la victima vicaria e inocente que cargó sobre sí misma, todas y cada una de las culpas y errores de cada ser humano.

Ese vacío y separación de Dios el Padre Eterno y Creador, que Jesús sintió como propio, fue expresado sin embargo, en voz alta y muy fuerte, para indicarnos precisamente, no desesperación, sino más bien esperanza de que el sol surgiría de nuevo y disiparía las tinieblas de la duda y de las culpas, como así sucedió en realidad.

“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: “Tengo sed” (Evangelio de Juan 19:28). Esa fue la quinta palabra que Jesús pronunció: “Tengo sed”; pero si ´`el siempre se preocupó por las necesidades de los demás, ¿por qué precisamente ahora pedía de beber? Aun cuando la necesidad física del momento era grande para él y la sed invadía su cuerpo, Jesús no
pronunció esas palabras por necesidad, sino para que se cumpliese en todo con la Escritura, para que de esa forma todo aquello que había sido profetizado hasta en los más mínimos detalles se cumplieran totalmente en su persona, para que nadie, incluso nosotros transcurridos ya unos dos mil años, pudiéramos albergar dudas sobre su identidad y su misión y que nos quedara muy claro de que solamente él, Jesús de Nazaret, es el único Mesías, el verdadero Hijo de Dios hecho hombre; el único y exclusivo
salvador. Por todo eso, el propio rey David en su día, profetizó aquella sed de Jesús y lo hizo con estas palabras: “Como tiesto se secó mi vigor, y me lengua se pegó a mi paladar…” Para añadir: “Esperé quien se compadeciese de mi, y no lo hubo; y los consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre.” (Salmos del rey David, 22: 15 y 69:20 a 21).

Así, cuando aquellos soldados romanos se mofaron de él, al darle a beber vinagre, cumplieron sin embargo y sin ellos saberlo, con todo lo que ya estaba profetizado en la Sagrada Escritura, como una prueba más evidente del hecho trascendente de la vida y la obra de Jesús.

Muchos han tenido y tienen sed por el poder, por la gloria y los honores terrenos, por el dinero y por un sin fin de cosas. Todos los días podemos ver la sed por todo eso. Pero aquella sed de Jesús de Nazaret en la cruz, fue una sed por cada uno de nosotros; la tragedia de ese amor sublime y divino, es que para aquella su terrible sed, los hombres le dieron de beber vinagre amargo.

“Consumado es” (Evangelio de Juan, 19:30). Esa fue la sexta palabra de Jesús antes de morir clavado en una cruz. No fue una exclamación porque había llegado el final de su padecimiento físico y de su humillación como hombre. Se trataba más bien de que toda su vida, desde su nacimiento allá en la pequeña aldea de Belén de Judá, hasta ese mismo día de su muerte en las afueras de la ciudad de Jerusalén, había sido en su conjunto, la personificación del cumplimiento fiel de aquella misión histórica y única, que su Padre celestial le había encomendado.

Solamente tres veces usa la Escritura Sagrada, la palabra de “consumado es”; la primera vez, lo hace en el Libro del Génesis, para indicar que la obra de toda la creación había concluido; la segunda vez podemos verla en el Libro del Apocalipsis o Libro de la Revelación, cuando hace referencia al futuro de esa misma creación en la que esta terminará y se crearan “nuevos cielos y una nueva tierra”. Entre esos dos extremos del principio y del fin consumados, está el eslabón de esta sexta palabra de Jesús en la cruz, para indicarnos que así como la creación había sido en su día consumada y llegaría en el futuro a su fin, también él había hecho y terminado la obra vicaria perfecta de la redención de todo el género humano; obra que culminaba precisamente en aquel mismo instante en el que profirió el grito de: “Consumado es”.

“Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Y habiendo dicho esto expiró.” (Evangelio de Lucas, 23:46). De esta forma nos relata el evangelista aquella séptima y última palabra pronunciada por Jesús. Con esa frase solemne: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! que recordemos, fue dicha gritando a gran voz, y no como un susurro agónico como el de quien lanza el último
suspiro de su vida, Jesús demostró de que nadie le quitaba la vida, sino que como ya con anterioridad había dicho, él la pondría y la entregaba por su propia voluntad, para consumar la redención y la salvación de cada ser humano, tal y como lo profetizara Isaías: “Como cordero fue llevado al matadero y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca…Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados….y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Isaías 53).

Todo eso acaeció un día señalado hace ya dos mil años. Jesús de Nazaret, el “Cordero de Dios”, fue sacrificado, y todas aquellas profecías que de muy antiguo se habían escrito, se cumplieron en él. La obra divina de la redención humana, concebida por la mente del Dios Eterno y Creador, se llevó a efecto. Hubo la ruptura de un corazón en un rapto de amor sin igual en toda la historia de la humanidad; el “Hijo del hombre” llegada
su hora, inclinó su cabeza y quiso morir.

Fue así de sublime. Aquellas siete palabras nos lo demuestran aun hoy, aquí y ahora, y así debemos de recordarlo en esta Semana Santa.

Semana Santa
Abril de 2.014

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